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miércoles, 19 de mayo de 2010

Todavía recuerdo el día en que la conocí. Su vestido rojo bailaba con el viento casi con un determinado compás, adornando su cuerpo y resaltando su figura armoniosa. Un escote profundo revelaba el busto en pleno desarrollo y los zapatos de charol taconeaban por la acera. La vi, doblando la esquina, deteniéndose en la parada del cuarenta y dos, y nunca me sentí tan feliz por tener que ir a trabajar. Un par de comentarios acerca del día, del tráfico y demás temas mundanos bastaron para que esos ojos azules me sedujeran con miradas fulminantes. Eran las ocho de la mañana y me pregunté por qué una muchacha de unos dieciséis años llevaría ese atavío en lugar de vestir un uniforme escolar.

- Voy al casamiento de mi primo, vive en Núñez. – me contó, con una increíble confianza y una voz tan dulce que me dejó perplejo. – ¿Y vos?
- Voy a Núñez también, empecé a trabajar hace poco de cadete. Terminé el colegio el año pasado, tengo dieciocho.- contesté con una sonrisa.

La conversación se extendió. Se extendió tanto que no fui al trabajo. La acompañé al casamiento. Y a muchos más después. La acompañé, y ella también me acompañó… durante diez años.
Así como no voy a poder olvidarla a ella, tampoco a esa tarde de abril. Ella era mía, y yo era suyo, también nuestros planes, también nuestro futuro. O al menos eso pensaba yo.
La vi con él y mi corazón enloqueció. Esa tarde, en ese café, esas manos entrelazadas y esa complicidad me desgarraron el alma. No hizo falta que dijera nada. No hizo falta que yo entendiera nada tampoco. Sólo lo acepté y, dando media vuelta, de mi vida la expulsé.
Se sintió como la extracción de un órgano, de esos que son vitales para la vida. Pudo haber sido de cualquiera, salvo del cerebro, porque, a pesar del tormento, pude subsistir y con los años cargados de soledad, mi pena lentamente murió.



tef .

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